En las tierras de Rocha, donde el viento susurra secretos antiguos y la Laguna de Castillos refleja el cielo como un espejo sereno, se alza el Monte de Ombúes, un bosque que parece desafiar las leyes de la naturaleza.
No es un lugar común: aquí, los ombúes, esos gigantes solitarios que suelen reinar aislados en la pampa, se reúnen en una comunidad frondosa, extendiéndose por veinte kilómetros a orillas de la laguna.
Sus copas anchas, que arrojan sombras frescas como las alas de un abrazo, dan cobijo a historias de siglos, pues algunos de estos colosos superan los quinientos años, con troncos que, al envejecer, se vuelven huecos, como si guardaran en su interior los ecos del tiempo.
Llegar al monte es una aventura en sí misma. Desde la Barra de Valizas, un bote te lleva por el Arroyo Valizas, deslizándose suavemente entre aguas mansas que reflejan el verde de los márgenes. El trayecto, breve pero lleno de vida, te envuelve en un concierto de aves: garzas que alzan el vuelo, flamencos que tiñen de rosa el horizonte, cisnes de cuello negro que nadan con gracia.
En el aire flota el aroma dulce del guayabo blanco, y si aguzas el oído, quizá captes el paso sigiloso de un carpincho o el canto lejano de un teru-teru. El guardaparque, Juan Carlos Gambarotta, custodia este rincón público del monte, mientras los predios privados, como Guardia del Monte o Rincón de los Oliveras, abren sus puertas a quienes buscan explorar más a fondo.Caminar entre los ombúes es como entrar en un templo vivo. Sus troncos, robustos y rugosos, no son de madera dura, sino de una textura esponjosa que desafía la lógica de los árboles comunes. ¿Es un árbol, un arbusto, una hierba gigante? Nadie lo define con certeza, pero su presencia impone respeto.
Las guías, con sus voces cargadas de conocimiento, te cuentan que el ombú crece rápido, alcanzando su esplendor en apenas quince años, y que sus hojas, aunque venenosas, conviven con talas, ceibos y arrayanes en un equilibrio perfecto. Bajo sus ramas, el suelo cruje con historias, y una leyenda local susurra que, al adentrarte, recuerdos de tu infancia despiertan con una claridad casi mágica.
Protegido como parte de los Humedales del Este, Reserva de Biosfera por la UNESCO, este monte no es solo un destino, sino una experiencia.
El paseo, que combina bote y senderos, te sumerge en un mundo donde el tiempo parece detenerse. No es solo la vista de los ombúes, con sus copas como sombrillas gigantes, ni el canto de las aves, ni el murmullo del agua: es la sensación de estar en un lugar que respira vida, que guarda secretos y que, al partir, te deja con la certeza de haber tocado algo eterno.